domingo, 6 de noviembre de 2016

Afilación

Incomprensión. Ese es exactamente el sentimiento que me corroe las entrañas cada vez que alguien me pregunta a qué me dedico. Podría adornarlo con alguna floritura (debo confesar que alguna vez lo he intentado); podría transmitir de alguna forma la solemnidad de mi oficio; la cúspide que llego a alcanzar cada vez que introduzco un lápiz en su caja y lo envuelvo con la misma delicadeza de un capullo de seda fabricado para albergar una vida… No me entienden.
A mis manos llegan lápices insulsos, destartalados, sucios, mordisqueados… ¿Quién puede ser tan cruel como para destrozar la punta de un lápiz con sus propios dientes? Me gusta realizar una especie de ceremonia. La habitación… ventilada, la mesa… impecable. Todo el material de trabajo perfectamente alineado. Y entonces, solo entonces, comienzo mi labor:
Agarro el lápiz con precisión y lo engancho en el molde para poder deslizar la cuchilla cómodamente. Me gusta poner música. Y varía según el tipo o el material del que, a fin de cuentas, es mi verdadero cliente. Clásico, blues, incluso reggae… Pero la gente no comprende mi oficio. Solo unos pocos privilegiados, cabezas pensantes, aprecian mi trabajo y me pagan por ello. “Afilador de lápices” dice mi documento de identificación, pero yo en realidad no me dedico a afilar sin más: extraigo su alma para regocijo de los propios dueños…y del mío propio.

Por eso cuando alguien pone esa cara de idiota al escuchar a qué me dedico, saco a mi Persival y se lo enseño dulcemente. Luego agarro la mano de mi interlocutor y se lo clavo en mitad de la palma... Siempre consigo que vean sobresalir la punta por el reverso de su mano.

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